domingo, 12 de septiembre de 2010

Margaritas creciendo en su habitación.

Pequeña, inocente. Ahí se escondía ella, tras las paredes de su cuarto. Su cortina revoloteaba al compás del viento, y sus manos, perdidas entre palabras. Y el miedo, presente en todos los poros de su piel, desvocando su corazón. Pero, dónde quedaría su ilusión, que hacía que todo perdiera el sentido, que fuera insignificante y ajeno a ella, a lo que tenía por dar. Y la pasión, óh, la pasión... ésa que la hacía enloquecer, presente en todo su ser; la responsable de lo que fue, de lo que es, de lo que será. La que la hace gritar que es feliz por las calles de Sevilla. Y, sus sueños, los que se amontonan en su escritorio, en su teclado, en su mirada. Los mismos que la hacen llorar desconsoladamente en el hombro de su almohada, los que la hacen cantar a voz en grito dando tumbos por su casa. ¡Ah! Y su curiosidad, la que amontona libros en las estanterías, la que se pasa horas discutiendo con páginas en blanco. Y el deseo, ése que se levanta con ganas de comerse el mundo y se acuesta con el estómago vacío, el que lucha todos los días con el destino.
Y su amor, único, extravagante, iluso, soñador, desconfiado, loco, adolescente y desquiciado. Que se escapa entre callejones en busca del chico de sonrisa fácil.
Y sus recuerdos, ellos son sus porqués. Y sus manos, son sus te quieros. Sus ojos, son sus palabras. Y sus abrazos, su entrega, su total e ingenua entrega.

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